sábado, 2 de julio de 2022

 

El millonario y la enfermera de su mujer

Estacionó su Corvette en el garaje  en su edificio  y se dirigió hacia el ascensor, caminando lentamente y pisando casi con desgano el piso de cemento.

Un infierno de problemas podía estar esperándolo en su lujoso departamento. 

Aunque desde que Dina había aparecido en sus vidas para asistir a su esposa, todo había empezado a mejorar como por arte de magia.

Su esposa se había enfermado desde hacía unos cinco años, su cerebro estaba siendo literalmente comido por el Alzheimer galopante que la  había atacado sorpresivamente a los sesenta y cinco. Desde entonces ya no habían tenido sexo, y él se sentía solo.

Dina era la ayudante de salud de su mujer y desde el primer día que la vio se sintió atraído por ese cuerpo joven de senos turgentes que se insinuaban generosos  debajo de su cardigan negro.

Ella era alegre y contagia ganas de vivir con su sonrisa permanente y su buen humor. 

Además, el amor que le brindaba a su mujer, la forma amorosa en que la asistía, le empezó a provocar una atracción profunda; tenía ganas de atenderla, darle masajes, de aliviar su tarea. Quería amarla, besarla toda.

Una noche después de que Dina había acostado a su esposa, y se había retirado a su cuarto, él la siguió y espió por la hendidura de la puerta cómo ella se desvestía.

Su corazón se precipitó como loco al ver los pezones rosados como frutilla final del postre que eran esos senos blancos y generosos tal cual él se los había imaginado debajo del sweater negro.“¡Umm es hermosa!” pensó para sí, y en un suspiro estaba entrando a su habitación ya oscura. Se escabulló debajo de sus sábanas.

Le sorprendió que ella estuviera tan entregada. Parecía que sabía que él iría esa noche a visitarla. El sintió que ella lo estaba esperando con anhelo! ¿Él, un hombre de casi setenta con sus ojos puestos en una mujer veinte años menor? 

Sin decirle una palabra empezó a masajear los pies, y subió por las piernas hasta llegar a la entrepierna ya húmeda de la mujer.

El sintió que ella quería resistirse sin lograrlo, y  hasta la hizo acabar con su lengua. Allí, mientras ella trataba de no jadear, de no hacer ruido, en el silencio de la noche, en el cuarto contiguo al de su mujer, la penetró... una y otra vez. “¡Quedate conmigo! ¡No me abandones!”   le imploró.  

Dina, confundida y a la vez algo enojada consigo misma, y con él, le recordó que él estaba casado! Y que su mujer dormía en el cuarto contiguo. “Eso no es problema” contestó él con un raro brillo en los ojos, casi demencial. Y desapareció como por dos horas en las que Dina no supo qué hacer. Cuando volvió la abrazó con fuerza y le dijo: “Nuestro problema ya está solucionado! “¡Nos vamos de viaje!”

        Nunca se supo que la pobre esposa enferma está debajo del piso de cemento en el garaje. Justo debajo de su Corvette, que no volvió a ser manejada. 




jueves, 15 de abril de 2021

 

Mi cuento modificado
Relatos de cuando se inundó Buenos Aires.



Viene flotando una madera. Me siento con mucho sueño. Estoy devastada. Quiero mover los brazos, pero los siento muy pesados. Corro la cabeza como para que no me dé la madera en la frente.  Tomo aire y envión, y continúo nadando, aunque mis movimientos son lentos. El agua es de un color marrón mortecino y huele a muerte. Escucho un llanto casi loco, de niño o de mujer, no estoy segura.  Escucho la voz de una vecina que grita el nombre de su hijo, y su grito reiterado se ahoga en cada zambullida. Qué está pasando? Necesito nadar y ver si puedo llegar. ¿Dónde estarán mis hijos?

Estoy desorientada, ¿para dónde debería doblar? ¡No tengo idea! ¿Por dónde andaré? Lo único que sé es que no debo parar. Si me quedo  quieta puedo ser un blanco fácil para un animal desesperado, amén de que la pérdida de temperatura podría dejarme paralizada. No. No puedo detenerme. Tengo que seguir. Pero… ¿para llegar a dónde?  Me conforma pensar que algún refugio deberá haber… Seguramente las autoridades ya han armado algo. Es difícil. Todo es muy confuso. Esto debe ser una pesadilla…. ¡Es imposible que esto esté sucediendo!

Veo el cartel del Shopping de Villa del Parque. ¡Ahora sí me orienté! ¡Sé cómo nadar para llegar a casa! ¿Qué habrá quedado? ¿Habrá quedado algo? Y… tal vez la parte alta de la terraza y el lavadero…Veo el edificio! Un silencio mortuorio me recibe… ¿Qué será de los estudiantes, de mis vecinos los viejitos de planta baja, y de la italiana del primero? Nada parece moverse… Llego a la puerta de mi casa… hay agua por todos lados, pero puedo hacer pie. ¡La suerte de mi primer piso!

El agua llega hasta la mitad…no tengo luz, seguramente no hay en toda la ciudad. Los servicios deben haber colapsado con esta lluvia torrencial. Pero esta terrible inundación no puede haber sido provocada sólo por la lluvia, ¡se tiene que haber desbordado el Atlántico! ¡Voy a ver si engancho alguna noticia! ¡Dónde está mi radio a pilas! ¡Qué bueno! Zafó del agua. ¡Acá está, en mi repisa que está lejos del suelo, pero nada, no logro sintonizar nada. ¡Qué silencio sepulcral!

Desilusión e incertidumbre. ¡En la era de la tecnología, no tengo forma de comunicarme con otro ser humano! No sé qué estará ocurriendo en el resto de los barrios de la ciudad, ¡ni hablar del resto del país! ¿y en el mundo? ¡Qué es lo que está pasando? No sé dónde están mis hijos, no sé nada sobre mis hermanas, nada de nada de mi madre, ni de ninguno de mis amigos ni familiares ni gente conocida ni vecinos. ¡Caigo en la cuenta de que no sé nada de nadie! No me he cruzado con ningún otro ser humano, sólo me he topado con pedazos de cosas flotando por doquier.

Voy a mirar desde la terraza para tener un mejor panorama. La escena que veo es desoladora. ¡Todo el barrio está bajo las aguas! De las casas en planta baja sólo se ven los techos; algunos vecinos asoman por las ventanas de las buhardillas. Han logrado trepar hasta allí, y se ve el resplandor de las velas. Yo tengo pocas velas. Dos o tres. No servirán para mucho, ni son de larga duración, pero ahora en el estado en que está la ciudad no creo que pueda conseguir otras. Y empiezo a percatarme que éste será el menor de mis problemas.

La sombra del acecho de los saqueos cae junto con las primeras sombras de la noche. Ahora sin alarmas, sin luz, sin timbres, sin teléfonos, sin calles somos presa fácil de la ley del más fuerte. Cierro las puertas y ventanas de mi habitación, bunker violeta y blanco, refugio del mundo exterior, rezo un padre nuestro y me encomiendo a la divina providencia. Sólo por hoy voy a descansar, mañana será otro día, y me recuesto en el único colchón que ha sobrevivido a la hecatombe, y me tapo con una manta que al quedar olvidada en el lavadero todavía se encuentra seca.

Me abrigo y duermo abrazada a la esperanza de mañana, y a la de poder encontrar a mis hijos con vida. Quiera Dios que despierte de esta maldita pesadilla. ¿Será que nos hundimos frente a la indiferencia de nuestros hermanos inundados? ¿No era que les pasaba a ellos? ¿Por qué ahora a nosotros? ¿Por qué a mí? ¿Buenos Aires inundada? ¡Diosssssssssssssss!

 Jamás me despierto. Jamás me entero dónde están mis hijos. Muero ahogada junto al resto de los mortales porteños, junto al resto de los mortales del país y del mundo. Lo bueno es que tampoco me entero. Flota mi cadáver irreconocible e hinchado en mi búnker violeta de Villa del Parque, búnker que jamás volvió a ser visitado.

miércoles, 14 de abril de 2021

La última visita de Muriel

            Ese sábado ella se decidió a visitarlo. Hacía meses que él le insistía que fuera a su casa en Coolbrook, en las afueras de la ciudad, un lugar en el medio de la nada. Fue difícil para ella manejar su Nissan rojo por esas carreteras inhóspitas y desoladas por las que solo asomaban animales salvajes de toda clase. Venados, ciervos, tigres y hasta coyotes se le cruzaban por esos angostos caminos rodeados de puro bosque. Las ramas de los frondosos árboles parecían querer alcanzarla para ayudarla a llegar más pronto ¿o para sacarla de su ruta? Ella no estaba demasiado segura de la respuesta. Luchaba contra sus propios miedos. El Universo confabula en mi favor, se repetía a sí misma. Pronto estaré en su casa. A salvo. ¡Seguro! ¿Seguro? No era momento de dudar. Debía seguir su camino antes de que las sombras de la noche oscurecieran más esos sinuosos caminos. La ruta que se suponía la conduciría a este hombre que, sin ser un adonis, la subyugaba, parecía llevarla al medio de la nada misma.

No sabe cómo, pero llegó por fin. Las ganas de abrazar a su dulce galán habían sido más fuertes que sus temores, y allí estaba, a punto de golpear a su puerta cuando de repente esta se abrió, y allí estaba él, aguardándola con sus brazos abiertos. La invitó a pasar a su living-room. Su casa, regular, de un solo piso, se veía bastante ordenada para un hombre que vivía solo desde el fallecimiento de su madre, acontecido casi una década atrás. Esa prolijidad fue lo que permitió que Muriel se percatara de las escopetas y armas de distinto calibre desparramadas por doquier. Vio por la ventana el extenso terreno que rodeaba la propiedad, un pasto muy prolijo cerca, y unos cuantos metros más allá, unos pastizales crecidos en forma irregular y desprolija, terminaban en un frondoso bosque de árboles un tanto grisáceos y anejos.  “No veo vecinos alrededor”, pensó para sí la ya inquieta Muriel.

  “Vamos a caminar un rato”, la invitó él, “quiero mostrarte algo”, agregó.  Presurosa, Muriel lo siguió traspasando un umbral que no debió. Caminaron por un sendero que conducía hacia una playa privada, el lugar era paradisíaco. La arena, dorada, casi blanca, brillaba a la luz de la puesta del sol. Muriel sintió una tenue brisa en su rostro y sus cabellos bailaron al compás de las alas de las gaviotas que revoloteaban por la orilla de un mar azul cristalino.  Él la abrazó y la besó con mucha ternura. Hacía tiempo que no se sentía así, pensó ya más tranquila, y se dejó  llevar por este nuevo sentimiento, y le devolvió los tiernos besos.  La completa puesta del sol, llenó de sombras el bonito y privado lugar, y ella pensó que sería mejor regresar a la casa. “Volvamos a tu casa, por favor, si?” le dijo justo cuando él se había dispuesto a hacerle el amor, y se estaba bajando el cierre de su pantalón. El cerró su cremallera bruscamente, disgustado, pero no dijo palabra.

Empezaron a caminar para la casa, mientras Muriel pensaba que lo habia dejado ir muy lejos, que todavia era muy apresurado tener sexo, pero ahora la oscuridad de la noche ya lo cubría todo, y ella volvio a sentirse inquieta.  De pronto sintió que el suelo se abría debajo de sus pies. Cayó con todo el peso de su cuerpo en una trampa caza animales. Oh no, ayúdame! Le gritó a su galán, no ya tan galante. “¡No puedes hacerme esto!”, le espetó, desesperada Muriel. “¡Mirá cómo puedo!”, le contestó él a las carcajadas, mientras cerraba sobre la cabeza de Muriel, la tapa de la trampa. “Esta será tu última visita nena, ahora sos mi residente permanente”. Nadie escuchó los gritos desesperados de la pobre Muriel. Allí permaneció, nunca se supo bien por cuánto tiempo, literalmente enterrada en el medio de la nada. Nadie vio al Nissan rojo cuando se alejó a mediana velocidad y se hundió lentamente en el lago de la playa privada. 


jueves, 18 de septiembre de 2014

El motoquero y el escorpión

                       El joven muchacho se despertó con un terrible dolor de cabeza. ¡Increíble que estuviera enfermo! ¿Justo él? ¡Imposible! Siempre se había sentido invencible, con su camperita de lona y sus mocasines de cuero sin medias, sobre su Thriumph. Iba a toda velocidad, pisando a fondo el acelerador, a ciento cincuenta kilómetros por hora por la autopista Gaona, camino a Luján, ida y vuelta; le fascinaba sentir el viento en su cara. Evitaba a toda costa tocar el freno, por lo que desafiaba la gravedad y su propia cordura; y a pesar de que se le congelaban las manos por el frío, no paraba hasta que de tanto temblar, llegaba a dolerle la cadera. ¡Para él eso era volar!

            Pero esa mañana, cuando despertó, se sintió raro. Su nariz había crecido desmesuradamente de la noche a la mañana. Pensó que algo, extrañamente, iba a poner fin a sus vuelos. No podía moverse. Ni un solo músculo de su fibroso cuerpo le respondía. Le costaba incluso respirar. Tosió, angustiado, dolorido, y vio sangre en su saliva y un líquido espeso de color violeta. Asustado, llamó a su padre con el único susurro que alcanzó a emitir. Sentía que su vida se le escapaba de ese cuerpo flaco y joven de dieciocho años. Su padre acudió pronto a su auxilio. Vio a su padre correr angustiado por él, entraba y salía de su dormitorio como un loco. Todavía consiente sintió cómo su padre lo alzó en sus brazos y corrió con él a cuestas como una cuadra hasta el consultorio de su médico. Lo último que escuchó, ya estando casi inconsciente, fueron las palabras del doctor, que le decía “tenés que aguantar muchacho”, a la vez que le introducía unas pinzas por la nariz y golpeteaba repetidamente con ellas casi hasta su cerebro. “¡No lo tolero!” masculló el joven ahogado por el dolor y por el líquido viscoso. “¡Sé fuerte hijo!”, escuchó de boca de su padre.

 

            Cuando el médico pegó un tirón para sacar las pinzas de la nariz sangrante del adolescente, sacó un bicho enorme agarrado de ellas, forcejeando con fuerza, negándose a salir. ¡Era un escorpión lleno de veneno lo que tenía creciéndole dentro de su nariz! Precisamente en su tabique nasal. Y le había inoculado su veneno poco a poco. El anciano médico le dijo “¡joven, este bicho te estaba envenenando, ahora vivirás!” Pero el pobre pibe murió, ante los ojos azorados de su padre que vio cómo, con el último estertor de vida del muchacho, salió de su nariz y de su boca un líquido viscoso y violeta que cubrió y envolvió por completo al escorpión. 

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Con este cuento corto me gané un diploma de Editorial Red Arcoiris en el XVI Certamen internacional de cuentos cortos y poesía, que me lo entregarán el 22 de noviembre en la SADE


¡No me recalienten el planeta, no me derritan los polos! 
Relatos de cuando se inundó Buenos Aires.

Viene flotando una madera. Me siento con mucho sueño. Estoy devastada. Quiero mover los brazos pero los siento muy pesados. Corro la cabeza como para que no me dé la madera en la frente.  Tomo aire y envión, y continúo tratando de nadar, aunque mis movimientos son lentos. El agua es de un color marrón mortecino y huele a muerte. Escucho un llanto casi loco, de niño o de mujer, no estoy segura.  Otra mujer grita el nombre de su pequeñín, y su grito reiterado se ahoga en cada zambullida. Necesito nadar y ver si puedo llegar. ¿Dónde estarán  mis hijos?
Estoy desorientada, ¿para dónde debería doblar? ¡No tengo idea! ¿Por dónde andaré? Lo único que sé es que no debo parar. No me conviene por varios motivos. Si me quedo quieta puedo ser un blanco fácil para cualquier delincuente o animal desesperado,  amén de que la pérdida de temperatura podría dejarme paralizada. No. No puedo detenerme. Tengo que seguir. Pero… ¿para llegar a dónde?  Me conforma pensar que algún refugio deberá haber… Seguramente las autoridades ya han armado algo. Es difícil. Todo es muy confuso. Esto debe ser una pesadilla…. ¡Es imposible que esto esté sucediendo!
Veo el cartel del Shopping de Villa del Parque. ¡Ahora sí me orienté! ¡Sé cómo nadar para llegar a casa! ¿Qué habrá quedado? ¿Habrá quedado algo? Y… tal vez la parte alta de la terraza y el lavadero….Llego. Un silencio mortuorio me recibe… ¿Qué será de los estudiantes, de mis vecinos los viejitos de planta baja, y de la italiana del primero? Nada parece moverse… Llego a la puerta de mi casa… hay agua por todos lados pero puedo hacer pie. ¡La suerte de mi primer piso! El agua llega hasta la mitad…no tengo luz, seguramente  no hay luz en toda la ciudad. Los servicios deben haber colapsado con esta lluvia torrencial. Pero esta terrible inundación no puede haber sido provocada sólo por la lluvia, ¡se tiene que haber desbordado el Atlántico! ¡Voy a ver si engancho alguna noticia! ¡Dónde está mi radio a pilas! ¡Qué bueno! Zafó del agua. Estaba en mi repisa que está lejos del suelo,  pero nada, no logro sintonizar nada. ¡Qué silencio sepulcral!
Desilusión e incertidumbre. ¡En la era de la tecnología, no tengo forma de comunicarme con otro ser humano! No sé qué estará ocurriendo en el resto de barrios de la ciudad, ¡ni hablar del resto del país! ¿Y en el mundo? ¡Qué es lo que está pasando? No sé dónde están mis hijos, no sé nada sobre mis hermanas, nada de nada de mi madre, ni de ninguno de mis amigos ni familiares ni gente conocida ni vecinos. ¡Caigo en la cuenta de que no sé nada de nadie! No me he cruzado con ningún otro ser humano, sólo me he topado con pedazos de cosas flotando por doquier.
Voy a mirar desde la terraza para tener un mejor panorama. La escena que veo es desoladora. ¡Todo el barrio está bajo las aguas! De las casas en planta baja sólo se ven los techos; algunos vecinos asoman por las ventanas de las buhardillas. Han logrado trepar hasta allí, y se ve el resplandor de las velas. Yo tengo pocas velas. Dos o tres. No servirán para mucho, ni son de larga duración, pero ahora en el estado en que está la ciudad no creo que pueda conseguir otras. Y empiezo a percatarme que éste será el menor de mis problemas.
La sombra del acecho de los saqueos cae junto con las primeras sombras de la noche. Ahora sin alarmas, sin luz, sin timbres, sin teléfonos, sin calles somos presa fácil de la ley del más fuerte. Cierro las puertas y ventanas, rezo un padre nuestro y me encomiendo a la divina providencia. Sólo por hoy voy a descansar, mañana será otro día, y me recuesto en el único colchón que ha sobrevivido a la hecatombe, y me tapo con una manta que al quedar olvidada en el lavadero todavía se encuentra seca.
Me abrigo y duermo abrazada a la esperanza de mañana, y a la de poder encontrar a mis hijos con vida. Pero no sabía todavía lo que me esperaba.
Quiera Dios que despierte de esta maldita pesadilla. ¿Será que nos hundimos frente a la indiferencia de nuestros hermanos inundados. ¿No era que les pasaba a ellos? ¿Por qué ahora a nosotros? ¿Por qué a mí? ¿Buenos Aires inundada? ¡Diosssssssssssssss!
 Jamás desperté. Jamás supe de mis hijos. Morí ahogada junto al resto de los mortales porteños, junto al resto de los mortales del país y del mundo. Lo bueno es que tampoco me enteré. Yace mi cadáver irreconocible e hinchado en mi búnker violeta de Villa del Parque, búnker que jamás volvió a ser visitado.



lunes, 24 de junio de 2013

Lucía y su dentista de confianza

            Lucía era una morocha de ojos verdes, preciosa. De estatura mediana tirando a alta, poseía un cuerpo despampanante. Su figura privilegiada, de cintura fina, muslos bien trazados y pechos turgentes, no había manera de que pasara desapercibida. Arrancaba los suspiros de los varones con los que se cruzaba, o de los que la veían pasar con su andar felino y sensual. Todos tenían sus ojos puestos en ella y todos sin excepción fantaseaban con poseerla. Pero su dentista directamente estaba perdido de amor por ella. Lo había conquistado definitivamente el día que, teniendo ella sólo diecisiete años le había hecho un chiste bastante osado para la formalidad de un consultorio odontológico. Le había pedido a la asistente que fueran dos las amalgamas, cuando el odontólogo le ordenó una. “¿Para qué dos?” le había preguntado el doctor con sorpresa, “si sólo tienes necesidad de un leve arreglo…” Y ella muy chistosa le había respondido a las carcajadas que el babero de tela tenía un agujero también, y que seguramente sería una caries de cuello. Ambos se habían reído mucho por la rara ocurrencia de la adolescente, y de su pintoresca forma de decirlo, pero ella aún ni imaginaba lo caro que le costaría la osadía de ese chiste inocente.
            Fue a partir de ese hielo quebrado x la espontaneidad de su juventud que Lucia despertó la mirada del verdadero ser que se escondía detrás de la inmaculada imagen con su delantal celeste, detrás de este renombrado y maduro profesional que ya peinaba canas en sus sienes. Comenzó así, sin quererlo ella, y tal vez, ninguno de los dos, una sucesión de juegos eróticos aparentemente inocentes, sin que lo fueran para nada. El impecable dentista empezó a despegar la ropa del escote de Lucia, para espiarle sus pechos. Incluso le rogó con cara de carnero degollado que le mostrara un pezón. La buscaban la provocaba, la confundía con sus ojos verdes y su mirada melancólica, como triste; le decía que no quería nada con ella, que él era un hombre felizmente casado, que solo quería verla, admirarle sus pechos jóvenes y generosos. La seducía permanentemente, la acosaba, intentaba quebrar a esta rebelde adolescente, lograr que cayera rendida en sus brazos. Los veintidós años que él le llevaba le habían dado la ventaja de saber perfectamente lo que causaba en esta joven inexperta y con sus hormonas adolescentes a todo vapor. 
            Llegó un día en el que la citó en su consultorio, como siempre, pero no era un día como los demás. Le había dicho a Elda, su secretaria, que se tomara la tarde. Canceló el resto de turnos dados a los otros pacientes de esa tarde, y la esperó solo, en su consultorio. Sabía que esa tarde sería suya. O al menos lo estaba pergeñando así. Tenía incluso un plan b si ella se llegaba a resistir. Pero no pensó jamás que, finalmente, el odio que sentiría por su rechazo sería tal que sí, que lo tendría que utilizar. La inocente llegó al tan familiarmente visitado consultorio en la calle Potosí. Con sorpresa notó que ella era la única paciente en la sala de espera, y esto no le gustó para nada. Sintió que algo no estaba bien, pero desestimó su buena percepción. ¿Cómo iba a desconfiar del odontólogo de toda su vida? Incluso había sido el dentista de cabecera de sus padres en su juventud. No. No podía desconfiar de ese hombre. “¿Y Elda?” preguntó la ingenua. "Se tomó la tarde porque tenía trámites que hacer." le contestó el crápula mintiendo descaradamente, al tiempo que empezó a acercarse a la ya un poco tensa adolescente e intentó abrazarla. Ella dio un paso atrás. Él insistió pero esta vez, decidido, se abalanzó sobre ella para besarla en la boca con prepotencia. Ella se resistió y luchó. Quiso zafar de sus brazos y correr, pero ya no lo logró. La adolescente lo pateaba y pegaba y había empezado a gritar. ¡Eso no lo podía permitir! Le clavó una aguja en el cuello con un anestésico y la dejó paralizada al instante. Ella no pudo moverse más, pero seguía con estupor cada movimiento de su ahora desconocido odontólogo. De pronto sin poder hacer nada, vio como él acercaba una máscara que salía de un tubo como los de oxigeno, y se la puso sobre la boca y la nariz. Desesperada por respirar ella inhaló, obligada, alguna clase de gas, que la puso como borracha, porque a ella le empezó a dar mucha risa, y eso que lo que él estaba haciendo no era gracioso para nada.  "¿Te resistís putita?" le repetía, "Te dije que algún día te haría la completa, y no me refería a la dentadura precisamente" le vociferó a las carcajadas, divertidísimo con la joven. "¡Mirá cómo te hago mía, quieras o no!" le espetó, la violó y le sacó uno a uno todos los dientes. Cuando terminó, ya había llegado la noche, la sacó del consultorio y la llevó a una plaza de otro barrio.  La sentó en un banco y allí la dejó, mareada, confundida, con el cuerpo magullado y con su boca vacía.

martes, 4 de junio de 2013

Hachof y su madre-mujer

          
            Nadie sabía, ni jamás supo, lo terriblemente loco y enfermo que era Hachof. No era un hombre bello pero había algo muy interesante en él. Su nariz prominente, achatada contra su rostro, estaba quebrada por la mitad, aplastada como si se hubiera dado de lleno la cara contra una pared, o como si hubiera sido boxeador por muchos años, y hubiera recibido muchos golpes fuertes en el tabique. Pero sus ojos tenían tanta luz que inmediatamente uno dejaba de verla. Vivía, a sus cincuenta y seis  años con Irene, su anciana madre de ochenta y pico. Era hombre de una sola mujer. Su madre. Sin embargo sus ojos verdes y su aparente dulzura habían cautivado a más de una incauta. Todas habían tratado infructuosamente de conquistar a ese hombre de una vez y para siempre. Pero Irene tenía un poder muy especial sobre él, podía perder alguna que otra batalla insignificante con ésas, a sus ojos, chiruzas que oficiaban de geishas complacientes con su hijo al que, muy adrede, lo llamaba "mami" en presencia de ellas, ignorándolas por completo, haciendo preguntas del tipo "¿Mami, te preparo unos ñoquis?", omitiendo, también ex profeso, incluir a la de turno en la invitación.

            En sus tiempos mozos, en los que aún había alguna esperanza para él, de que Irene lo soltara, se había casado con una cocinera que le dio cinco hijos que fue obligada a abortar, en el secreto más absoluto, por este hombre que se negaba a ser padre,  porque no podía dejar de ser hijo de su buena madre. La había humillado de mil maneras, hasta le  había pateado el trasero, en todas las ocasiones que había sido necesario hacerlo con tal de que ninguno de los embarazos pudiera llegar a término. De haber sucedido eso, Hachof no hubiera dudado en ahogar al recién nacido. Pero no. Lamentablemente ninguno de los cinco lo logró. O por fortuna. De cualquier manera esos seres no llegaron a nacer. Irene se encargaba muy bien de hacerle conocer esta historia a la siguiente incauta; lo hacia como "sin querer", como suponiendo que Hachof se lo habría contado de su propia boca. Pero no, él se cuidaba muy bien de no contar las historias "de amor" anteriores.


            Un día gris de junio, cercano a su cumpleaños, llegó inesperadamente a su vida, Muriel, una dulce viuda que, necesitada de afecto y de un hombre, se dedicó de lleno a atenderlo. A él y a Irene, claro. El romance, muy a  pesar de Irene, creció hasta que un día resultó demasiado real para esta madre que no soportaba la idea de que a su hijo se lo llevara para siempre una cualquiera. No se sabe bien si ella lo emplazó para que dejara a esa mujer o por qué motivo Hachof tomó tan drástica decisión tan pronto e hiciera lo que jamás nadie se hubiera imaginado. La invitó a cenar a su casa. Cenarían en el patio, a la luz de la luna llena, en compañía de Irene, que como siempre, estaría presente entre ellos. Cuando Muriel, ya sentada a la mesa, conversaba relajada y animadamente con la anciana mujer, Hachof le asestó un golpe certero, mortal en la nuca con su pala jardinera, con una fuerza descomunal, muy propia de él. La desprevenida y confiada Muriel cayó seca, muerta al instante, a los pies de Irene. “¿Era esto lo que querías mamá?” gritó Hachof. “¿¿¿¿Era esto????” Sin embargo, a pesar de su furia, un dejo de congoja se sintió en su voz. Nunca más se supo nada de Muriel, ni nadie preguntó más. Sin embargo se rumorea  que por las noches su alma sigue rondando la casa de Hachof y su perversa madre, y dicen las malas lenguas que él e Irene la enterraron en el jardín, justo debajo de la mesa en donde cenan todas las noches a la luz de la luna.